5/12/11

Moscú: se vuelven las tornas

Empieza la ofensiva soviética.
Las 3 de la madrugada. El silencio era total. El paisaje estaba completamente nevado y las temperaturas marcaban varias decenas de grados bajo cero. A pesar de ser noche cerrada, la luna se reflejaba en la nieve y había claridad, aunque no se veía a nadie. Pero eso era una ilusión. Entre los bosques oscuros y las suaves colinas se escondían miles de guerreros que esperaban una señal para lanzarse al ataque. Eran siberianos, aguerridos veteranos del interior de la Unión Soviética, acostumbrados al frío y a la oscuridad. Ese era su mundo. Se habían adaptado a él para sobrevivir en una de las zonas más inhóspitas del planeta y ahora estaban agazapados, ataviados con sus abrigos forrados y gorros de piel, esperando la orden de atacar a los invasores alemanes.

Soldados siberianos.
Pocos minutos después la orden llegó y la calma se tornó en estruendo. Miles de soldados se levantaron del suelo y comenzaron a avanzar campo a través. Con sus uniformes blancos de camuflaje parecían una avalancha de nieve que salía de los bosques en dirección a los pequeños fortines de madera de los alemanes. Les acompañaban tanques también pintados de blanco que comenzaron a disparar contra esos fortines que no tardaron en ser destruidos y sus ocupantes muertos o hechos prisioneros.

Era el 5 de diciembre de 1941. Los soviéticos pertenecían al Frente de Kalinin, mandado por el teniente general Iván Konev, que más tarde sería mariscal y uno de los militares de mayor éxito de la URSS. Los campos y bosques nevados por los que avanzaban sus soldados estaban cerca de Klin, una pequeña ciudad a las afueras de Moscú que los alemanes habían conquistado tan sólo unos días antes en su avance hacia la capital soviética que querían conquistar. Pero ahora los invasores salían corriendo o se rendían desesperados.

Un invasor precario
Prisioneros alemanes.
Los alemanes apresados daban lástima. Estaban literalmente congelados. Vestidos con un fino chaquetón, tenían que soportar temperaturas de hasta 40 grados bajo cero. Todo estaba congelado. Sus caras, sus manos, incluso sus piernas. Cada vez que se hacía de noche no sabían si iban a volver a despertar al día siguiente. Muchos murieron en sus agujeros empuñando su ametralladora. Nada funcionaba porque estaba helado. Para descongelar sus armas tenían que orinar encima antes y muchas veces eso no era suficiente. Es lo que les había ocurrido a los soldados de los fortines. No pudieron defenderse porque sus ametralladoras estaban congeladas.

Los rusos habían conseguido romper el frente alemán y ahora marchaban a toda prisa hacia el oeste, hacia Klin. La ofensiva había tenido éxito. Ahora eran los alemanes los que corrían despavoridos y ahora eran los tanques soviéticos los que avanzaban a toda velocidad.

Menos de seis meses antes los alemanes habían invadido la URSS. Su ofensiva había sido arrolladora. Consiguieron aplastar a los soviéticos y coger a millones de prisioneros a costa de sufrir muchas bajas. Las columnas panzer alemanas habían avanzado como flechas dirección al este y habían conquistado gran parte de la URSS: los países bálticos hasta las puertas de Leningrado; Ucrania y su capital Kiev hasta la ciudad de Rostov, llamada la ‘Puerta del Caúcaso’; y Bielorrusia, y las ciudades de Minsk y Smolensk hasta encontrarse justo a la entrada de Moscú, la capital del imperio de Stalin.


Moscú al alcance de la mano

Un panzer alemán atrapado en el barro
Hitler y sus generales confiaban en su victoria y menospreciaban a sus enemigos. Estaban tan convencidos de su éxito que ya contaban con la conquista de Moscú. Incluso se llegaron a imprimir invitaciones para una fiesta para celebrarlo. Tan sólo era cuestión de días, pensaban. Pero las cosas se torcieron. Primero llegó el barro. Pero no un barro normal. En cuestión de pocos días todo estaba parado, atascado, embarrado, cubierto de una masa de tierra mojada que se metía hasta en la boca. Insoportable, convertía el avance de los tanques y los camiones en un suplicio para los alemanes. Después llegó el frío. Primero el hielo y después la nieve. Temperaturas polares que lo congelaban todo. Antes de arrancar los motores tenían que hacer hogueras debajo de los depósitos para descongelar la gasolina.

Las afueras de Moscú desde un prismático alemán.
El avance era lento. Cada kilómetro costaba un esfuerzo sobrehumano y un número cada vez mayor de soldados, muchos muertos de frío. Por fin el 1 de diciembre una avanzadilla alemana por fin pudo ver a lo lejos las torres del Kremlin. Habían llegado a tan sólo 30 kilómetros de la Plaza Roja. Pero allí se detuvo su avance. Llegó la orden de alto y de cavar trincheras.

Con la ofensiva soviética cinco días después el sueño de Hitler de conquistar Moscú se evaporó para siempre. Los rusos consiguieron rechazar a los alemanes cientos de kilómetros hacia el oeste, salvando a su capital. Sin embargo todavía eran muy inexpertos en esta clase de guerra. Los alemanes sufrieron más de 110.000 bajas, una cuarta parte de ellos muertos, pero pronto se recuperaron y resistieron el ataque. La guerra tendría que seguir unos años más, pero por lo pronto, el hasta entonces invencible ejército alemán había sufrido su primera derrota. Aunque nadie lo podía sospechar en ese momento, se habían vuelto las tornas.


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