18/7/11

LA HUÍDA, UNA HISTORIA DE HACE 75 AÑOS

La columna se perdía en el horizonte. Miles de personas vagaban como sombras por las carreteras catalanas dirección a Francia, huyendo de la guerra que les pisaba los talones. Era enero de 1939 y la guerra estaba ya en su tercer invierno y se acercaba a su fin. La derrota era inevitable.
Hacía mucho frío. El hambre y la incertidumbre predecía un destino miserable para los refugiados cuyo único futuro era el exilio. Eran gente humilde de toda España que el azar había reunido en un camino estrecho en las faldas de los Pirineos. Obreros, campesinos, soldados, niños, mujeres y ancianos buscaban la salvación, una búsqueda que había comenzado años antes cuando muchos de ellos tuvieron que salir de sus casas a toda prisa agarrando lo primero que podían para salvar sus vidas ante el avance de los moros y legionarios.
Para muchos la huída empezó entre el 18 y el 19 de julio de 1936, hace ahora 75 años. Huyeron de los pueblos de Castilla la Vieja, Andalucía o Navarra, donde la represión de las primeras horas de la guerra fue brutal y descontrolada. Muchos buscaron refugio en Madrid, destino natural de los campesinos manchegos y extremeños. Pero a los pocos meses la guerra también llegó a la capital, que resistió asediada por los cañones y los bombardeos.
La guerra se intensificó y con ella el sufrimiento. Madrid no era segura y había que seguir huyendo hacia el este, al Levante y Cataluña, que vivían en la abundancia y la tranquilidad lejos del combate. Pero la guerra seguía avanzando y pronto llegaron allí también los bombardeos. Miles de castellanos, andaluces y extremeños, y pronto también aragoneses y valencianos, atiborraban las calles de Barcelona buscando sobrevivir a las bombas y al hambre, sorteando el desprecio de los autóctonos reacios a compartir sus bienes en un entorno de escasez y desconfianza.
Pero pronto tampoco Barcelona sería un lugar seguro. Con la última ofensiva llegó la última huída. Las carreteras de la frontera con Francia muy pronto se saturaron con decenas de miles de personas que no podían sobrevivir a la furia de los vencedores. Tenían miedo, frío y estaban cansados. Muchos llevaban tres años escapando a la muerte, tres años en los que dejaron todo lo que tenían y se quedaron desnudos, solamente con la vida. Entre ellos estaba mi abuela. Madre de dos niños pequeños y mujer de un sindicalista. miliciano en el frente de Madrid. Con ella iba su familia, sus padres y algún hermano. Hacía tiempo que abandonó su ingenuo optimismo y sus ganas de combatir.   
De repente un aullido espantoso surgió en el aire. Era la aviación de Franco que escupió una ráfaga de metralla que buscaba la muerte indiscriminada. El pánico rompió la triste rutina de la columna que se deshizo para salvar la vida. Allí estaba mi abuela. Un arroyo profundo, frío y ancho, la separaba de una zanja salvadora. Mi abuela voló. No supo como, pero lo cruzó con sus dos hijos pequeños bajo los brazos. Cuando los aviones se fueron la columna se rehizo. Pero mi abuela no pudo volver. En medio estaba el arroyo. Y ella no sabía nadar.
Días después llegó a Francia, a un campo de refugiados. Su padre fue internado junto a los otros hombres en un campo de concentración. Les trataron como ganado. Pero estaban vivos. No tenían nada, y nada tendrían cuando volvieron a su hogar. La dictadura nunca olvidó que lucharon en el bando equivocado. Y se encargó de que mi familia tampoco lo olvidara.
Esta historia me la contó mi abuela cuando era pequeño. Nunca se me olvidará gracias a que ella supo mantener viva la memoria de mis antepasados. Por eso quiero recordarla hoy, 75 años después del inicio de la terrible guerra que asoló a España porque los españoles querían ser libres y prósperos. Una minoría de privilegiados quería evitarlo y recurrió al golpe de Estado y al terror. Desgraciadamente para la mayoría, tuvieron éxito.

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